Una brisa fresca sopla desde el sur cuando empiezo a subir por la empinada pendiente hacia la masía. Los matorrales rosados y rojos de adelfas que bordean el lecho seco del río se sacuden una capa de polvo en el aire arremolinado. Los últimos colores del verano florecen en la sombra profunda de las montañas. No ha llovido en meses y a mi alrededor el paisaje se ve desnudo y ardiente.
Ascendiendo por la senda rocosa, giro por el camino que conduce al mas, nuestro pequeño grupo de casitas. La hierba yace mustia y amarilla en los bordes del camino, la tierra se desmenuza como arena. Pero en medio de ese trasfondo de color paja surgen destellos de verde, pedazos de vida que han sobrevivido y casi parecen florecer a pesar de la sequía. Los pinos se elevan al cielo.
Cuando el sendero se enrosca siguiendo los contornos de la ladera, los bosques de almendros aparecen a la vista. Ellos también parecen haber sobrevivido bien al verano, con frutos gordos de color verde brillante colgando de las ramas. Faltan sólo unas semanas para la cosecha.
Ahora hay más mariposas; a cada paso, unas cuantas revolotean en el aire. Como pequeños fuegos artificiales, brillan en una miríada de colores en torno a mis pies -azul cobalto, rojo óxido, negro, blanco, verde y violeta- envolviéndome mientras sigo caminando colina arriba.
Paso el manantial de agua fresca y el sendero continúa ascendiendo; una rana salta de piedra en piedra para ponerse a resguardo en cuanto siente mis pasos que se acercan. En torno a los bordes de la pequeña charca empiezan a retoñar los juncos, absorviendo la humedad que se filtra en el suelo. Los pinzones cotorrean en al árbol del amor en la terraza de abajo.
Al pasar junto a una gran encina, oigo un sonido de clic procedente de más allá de la pendiente. Volviéndome, veo tres cabras montesas mirándome con ojos oscuros y penetrantes. Los cuernos sobresalen de sus cabezas, arcos majestuosamente curvados de un metro de longitud. Nos quedamos de pie un momento mirándonos, las cabras montesas tan curiosas de mí como yo de ellas. Al sentir que no represento ninguna amenaza, lentamente empiezan a avanzar con la cabeza baja para mordisquear las plantas cerca del suelo, antes de volver a levantar la mirada para ver dónde estoy. Finalmente suben por la ladera impulsándose con las poderosas patas traseras, con la piel gris, negra y parda mezclándose con el paisaje. Mucho después de perderse de vista aún puedo captar el eco de sus pezuñas golpeando las rocas mientras buscan un terreno más alto.
Me acerco a la casa bajo la sombra de gruesas hojas de cinco lóbulos y cojo unos cuantos higos de los últimos de la temporada. Los pelo y muerdo la carne suave y dulce. El jugo rosado se pega a mis labios, el aroma me cosquillea en la boca. Mañana cogeré los que quedan para secarlos. Salud ha vuelto por fin de su gira en el extranjero. Pronto encenderemos las primeras hogueras del otoño.
Begoña subió ayer con las cabras. Le hablé de mi viaje y de las cosas que he estado descubriendo. Asintió en silencio con la cabeza cuando mencioné dónde había estado, lugares de los que ella ha oído hablar pero no ha visto nunca. Sus ojos castaños brillaron durante un instante cuando le conté que hay gente en el país que está empezando a abrir fosas comunes de la guerra como la que me había enseñado.
A lo mejor un día, dijo, vendrán a ver nuestra fosa.
A lo mejor.
"Las heridas abiertas de la guerra civil. Un viaje por la España desmemoriada."
Jason Webster
Los libros del Lince
Ascendiendo por la senda rocosa, giro por el camino que conduce al mas, nuestro pequeño grupo de casitas. La hierba yace mustia y amarilla en los bordes del camino, la tierra se desmenuza como arena. Pero en medio de ese trasfondo de color paja surgen destellos de verde, pedazos de vida que han sobrevivido y casi parecen florecer a pesar de la sequía. Los pinos se elevan al cielo.
Cuando el sendero se enrosca siguiendo los contornos de la ladera, los bosques de almendros aparecen a la vista. Ellos también parecen haber sobrevivido bien al verano, con frutos gordos de color verde brillante colgando de las ramas. Faltan sólo unas semanas para la cosecha.
Ahora hay más mariposas; a cada paso, unas cuantas revolotean en el aire. Como pequeños fuegos artificiales, brillan en una miríada de colores en torno a mis pies -azul cobalto, rojo óxido, negro, blanco, verde y violeta- envolviéndome mientras sigo caminando colina arriba.
Paso el manantial de agua fresca y el sendero continúa ascendiendo; una rana salta de piedra en piedra para ponerse a resguardo en cuanto siente mis pasos que se acercan. En torno a los bordes de la pequeña charca empiezan a retoñar los juncos, absorviendo la humedad que se filtra en el suelo. Los pinzones cotorrean en al árbol del amor en la terraza de abajo.
Al pasar junto a una gran encina, oigo un sonido de clic procedente de más allá de la pendiente. Volviéndome, veo tres cabras montesas mirándome con ojos oscuros y penetrantes. Los cuernos sobresalen de sus cabezas, arcos majestuosamente curvados de un metro de longitud. Nos quedamos de pie un momento mirándonos, las cabras montesas tan curiosas de mí como yo de ellas. Al sentir que no represento ninguna amenaza, lentamente empiezan a avanzar con la cabeza baja para mordisquear las plantas cerca del suelo, antes de volver a levantar la mirada para ver dónde estoy. Finalmente suben por la ladera impulsándose con las poderosas patas traseras, con la piel gris, negra y parda mezclándose con el paisaje. Mucho después de perderse de vista aún puedo captar el eco de sus pezuñas golpeando las rocas mientras buscan un terreno más alto.
Me acerco a la casa bajo la sombra de gruesas hojas de cinco lóbulos y cojo unos cuantos higos de los últimos de la temporada. Los pelo y muerdo la carne suave y dulce. El jugo rosado se pega a mis labios, el aroma me cosquillea en la boca. Mañana cogeré los que quedan para secarlos. Salud ha vuelto por fin de su gira en el extranjero. Pronto encenderemos las primeras hogueras del otoño.
Begoña subió ayer con las cabras. Le hablé de mi viaje y de las cosas que he estado descubriendo. Asintió en silencio con la cabeza cuando mencioné dónde había estado, lugares de los que ella ha oído hablar pero no ha visto nunca. Sus ojos castaños brillaron durante un instante cuando le conté que hay gente en el país que está empezando a abrir fosas comunes de la guerra como la que me había enseñado.
A lo mejor un día, dijo, vendrán a ver nuestra fosa.
A lo mejor.
"Las heridas abiertas de la guerra civil. Un viaje por la España desmemoriada."
Jason Webster
Los libros del Lince
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Recibe mi abrazo más luminoso.
Nota: Siento añadir verificación de palabra, tema spams.