Estaba sentada en la cama, tranquila, jugando con sus juguetes.
Había, frente a ella, una ventana con rejas por la que podía ver pasar, admirar la luz, el reflejo del árbol, los niños correteando… y era feliz.
De repente una cara conocida, una sonrisa generosa y una voz:
- Chata, chata mía, que haces ahí solita! Pero que bonita está mi niña, mi niña se vendrá a dormir con su abuela y le haremos susto al abuelo, que sí! que cuando entre te como a besos, chata, ay! mi chata, pero que ojazos tiene! negros, negros como el azabache y grandes como el sol! que sí, que te pillo, chata, chata mía.
La risa y los juegos se cruzaron, era su abuela paterna Tomasa, que esperaba pasar dentro y mientras tanto iba hablándole por la ventana o canturreándole canciones. Ella quería abrazarla, hablarle, transmitirle su felicidad, sus besos, pero no podía, estaba allí, en la cama, entre almohadones. No estaba enferma, ni mucho menos, era simplemente para no caer de la cama, era tan pequeña!
Así la colocaba su madre, cuando, por urgencia, tenía que salir a comprar el pan al horno de la esquina o cualquier otra falta en la tiendecilla de al lado, estaba tranquila, su bebé, después de estar berreando durante ocho meses sin parar, de día, de noche, un día de repente dejó de llorar.
Al principio pensó, -algo le pasa- y vuelta al médico, -que no, que no señora, la niña está perfectamente, como siempre- y reía, y es que aquel doctor era una de las poquísimas personas que cuando la niña veía dejaba de llorar en seco. Para sus padres era realmente frustrante, llevar a una bebé gordita, sana y “risueña” frente a él y tenerle que explicar que no, que eso no era real, que ni dormía, que para que la madre pudiera comer o dormir un poco tenía que pasar la vecina, la señora Lola, que poniendo a la niña encima de su abultadísimo pecho, conseguía que dejará de berrear un rato, dormir no, pero por lo menos había un poco de silencio.
También había que realizar viajes a casa de su abuela materna, Pepita (vivía en la capital), para que se hiciera un poco cargo de la pequeña mientras la madre intentaba dormir en una de las habitaciones, cerrada a cal y canto.
Ahí era cuando en el cuerpo de la niña se producía un efecto extraño, no era dolor intenso, era una sensación de muchísimo calor y como si miles de agujas pequeñitas la pincharan. Realmente era muy desagradable. Intentaba por todos los medios poderse comunicar, explicar lo que ocurría, que la ayudaran, que las necesitaba, pero no podía.
El motivo, según el doctor, de tanto lloro y malestar era que: –la niña quiere hablar, comunicarse-. Pero como va a hablar si no tiene ni cuatro meses! Añadían los padres intentando entender lo que para ellos era un sin sentido, frente a aquél pediatra, especialista en psicología infantil, al que fueron ya como último recurso, después de pasar por diferentes pediatras recomendados por amigos y conocidos.
Desde el primer día de visita, en el primer instante, cuando la niña veía al doctor dejaba de llorar. Él la esperaba con palabras que, de alguna manera, ella entendía, la entretenía, le alimentaba su curiosidad, era divertido!
Éstos son mis primeros recuerdos, impregnados de amor, de luz, mucha luz, y felicidad.
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Nota: Siento añadir verificación de palabra, tema spams.